
Adolescencia Violenta
Palabras van, Piñas vienen...
En los últimos días nos vienen sorprendiendo noticias acerca de episodios de violencia, que se suceden sin darnos tregua, y que tienen como proptagonistas a adolescentes y jóvenes. Esto nos provoca sentimientos que asocian bronca, miedo e impontencia por un lado y angustia, pena e incertidumbre, por otro, ya que son los adolescentes y jóvenes los que nos muestran con la crudeza más elocuente, lo que nos pasa a toda una sociedad, y eso nos desorganiza.
Lamentablemente, estamos acostumbrados a la violencia emarcada en ciertos ámbitos específico, que no la justifican, pero la violecia en la escuela, entre compañeros, entre amigos, parece ser demasiado, ¿no?
Cuando encontramos niños, adolescentes y jóvenes violentos tendemos, primeramente, a pensar las causas que los han llevado a adoptar un comportamiento violento.
Así, inferimos que pueden tratase de hijos de padres que los descuidaron o abandonaron, golpeadores, abusadores y violentos, y por ende llegar a la no muy original conclusión que "la violencia engendra violencia"... Lo cierto es que, hoy por hoy, la violencia parece no discriminar por clase social y aparece como "la alternativa" de descarga de una insatisfacción profunda que venimos arrastrando como sociedad.
Por momentos pareciera que todo lo que nos rodea se nos presenta como algo particular, individual y además lejano y hasta ajeno, sin sentirnos protagonistas responsables y capaces. Esto representa el triunfo de este modelo violento: la fragmentación social y cultural que nos impide ver la totalidad en la particularidad.
Tenemos que hacer un esfuerzo para superar “lo aparente” y hacer un análisis que vaya un poco más allá de lo que vemos, dándonos cuenta que la violencia es un emergente social que encierra mucho más que la sumatoria de todos los hechos violentos que vemos y escuchamos todos los días, y por ende contiene causas estructurales mucho más profundas.
Es importante detenernos a reflexionar acerca de que la opción violenta –por así decirlo- no aparece ‘porque si’ en la vida de un niño o de un adolescente, ni se transmite genéticamente. Las estadísticas nos han demostrado -casi sin excepción- que a éstas manifestaciones las antecede una vida tan corta como plagada de abandonos, maltratos y carencias. Por lo general -y no necesariamente- existe una realidad familiar marcada por la pobreza y la marginalidad, pero por sobre todas las cosas, por una falta absoluta de espacios sociales de inclusión, es decir, instituciones que brinden una real “contención”.
En el mundo que nos toca vivir, parece existir una “baja tolerancia frente a la diferencia”, y se va perdiendo progresivamente la dimensión del otro.
No hay límites, ni limitaciones y se dificulta vivenciar la “empatía”, en el más profundo sentido de la palabra: “sentir con el otro, como el otro y desde el otro”.
Como todo es “inmediato”, resulta también conflictivo -y hasta violento- tener que esperar, ser paciente.
La “ley del menor esfuerzo” y del “no te metás”, producto de una sociedad marcadamente individualista, engendran con cierta sutileza, violencia, al igual que la impotencia, que es producto de la ignorancia y genera exclusión, que a su vez despierta sentimientos violentos y explotan en auto-agresiones y agresiones hacia los demás. Si la violencia se nos torna cotidiana, como moneda corriente e integrada a nuestras reacciones más frecuentes, es indefectible que la misma cale en lo profundo de nuestro ser, produciendo que muchas veces la relación con el otro sea a través de la violencia.
La violencia se va transformando en un “medio de comunicación”, en una forma de manifestar la intolerancia frente a las diferencias.
Si el otro no piensa como yo, lo ignoro, eso es violencia. Y si el otro no comparte mis ideales, valores, o creencias y entramos en una confrontación, le “pego una trompada” y listo, solucionado el litigio, ya no hay más diferencias.
El otro reconocido como diferente es causa de incomodidad, irritación y por ende de pérdida del propio ser y esto genera una necesidad de que este otro no exista o deje de existir, ejerciendo el poder.
La violencia es ir más allá del poder sobre el otro, abusar del poder y garantizar mi existencia con la definitiva inocuidad del otro.
La violencia física, integrada a nuestro funcionamiento cotidiano ha ido desplazando a las palabras como forma comunicación exclusiva del hombre.
Nuestra comunicación es cada vez más animal (sin caer en estrictas comparaciones con este maravilloso reino), ignorando nuestra capacidad de acordar, consensuar o diferir través del diálogo, de la palabra, que como tantas otras cosas en nuestro país, ha sido también devaluada.
Algunos términos como "criminalidad adolescente”, “chicos de las calles” y “violencia escolar" tan difundidos últimamente por los medios de comunicación, no son verdaderos índices de violencia social, sino un mero síntoma del agotamiento de las instituciones que históricamente deben acompañar el crecimiento y la formación de nuestros niños y adolescentes, como la familia, la escuela, la comunidad, el Estado y el trabajo.
Hay un defasaje entre los discursos que enuncian lo que un niño, un adolescente o un jóven “debe ser” y lo real, lo que hoy por hoy pueden o los dejan ser, ya que no se les da la posibilidad de efectivizarlo. Esta frustración ante la impotencia que genera no alcanzar lo anhelado –más aún cuando esto ocurre en el orden del ser- es un componente muy importante que forma parte de la violencia simbólica.
En las actuales condiciones de crisis social y cultural que atraviesa nuestro país, el conflicto que representa el pasaje de la niñez a la adolescencia y el carácter crítico de la juventud se acentúan. Más aún, en el caso de aquellos niños, adolescentes y jóvenes que provienen de sectores más vulnerables y populares, frente a la violencia que genera la imposibilidad de desarrollarse como "normales", muchas veces la reacción es violenta.
Muchas veces esta violencia simbólica que se ejerce sobre nuestras clases más lúcidas y creativas por parte de la misma sociedad, genera la violencia física como forma de intercambio, que se impone frente a la decadencia de la palabra...
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